El diablo toca la flauta: El José María Forqué más fantástico
La vinculación de Sitges con el cine fantástico es bien conocida por todos. Desde el año 1968 se celebra en la población uno de los festivales de género con más solera de todo el planeta. Lo que antaño fue una simple muestra de fotografía, cine y autovisión, se acabó transformando en una cita ineludible para todos los aficionados al cine más extraño y menos apegado a la realidad.
Desde su primera edición, el certamen se empeñó en ofrecer una visión singular del cine que poco tenía que ver con las otras celebraciones cinematográficas que sucedían en España. A modo casi de retrospectiva, el festival fue proyectando obras como el Nosferatu de Murnau o nuevos estrenos como Alphaville de Godard… Hasta última hora, se llegó incluso a programar el estreno nacional de El ángel exterminador de Buñuel.
A pesar que desde las primeras ediciones acudieron nombres imprescindibles del género y fuera de él —Berlanga fue presidente del jurado en la quinta edición—, no sería hasta los años 80 cuando se consolidaría. El fin del régimen franquista, la llegada de un público más joven, liberado y amante de las nuevas sensaciones y un aumento de producción en el cine fantástico provocaron el germen de lo que se conoce hoy en día… Pero Sitges ya había sido cuna del cine fantástico en España mucho antes que siquiera alguien se plantease celebrar allí un festival y la culpa de ello la tuvo José María Forqué.
Calaveras y diablitos
Con apenas 30 años, y mucho antes que le llegase el reconocimiento internacional y consolidación como cineasta con Embajadores en el infierno, un joven Forqué se lanzó a rodar una de las películas más arriesgadas e inusuales de toda la carrera. Como si hubiese querido anticipar la historia de lo que estaba por venir en la pequeña localidad costera del Garraf, el realizador aragonés dio un salto al vacío con El diablo toca la flauta.
Fábula en tono cómico de carácter mefistofélico donde un diablillo menor llega a la pequeña localidad para ponerla patas abajo. Basada en una novela menor del escritor Noel Clarasó, la película estaba concebida como un vehículo de lucimiento para el malogrado actor cómico José Luis Ozores, quien interpreta al perverso y mandado diablillo protagonista.
A pesar de ser un cineasta muy prolífico, a José María Forqué se le conoce principalmente por sus comedias. El éxito de títulos como Atraco a las tres o Usted puede ser un asesino opacó buena parte del resto de su obra. Comedias amables pero con somarda como le gustaba decir al realizador aragonés haciendo referencia al tipo de humor que se practica en su provincia de nacimiento. En El diablo toca la flauta se anticipa ya buena parte de su estilo.
No estamos tanto ante una comedia humanista y mordaz, esas que le convertirían en uno de los cineastas más célebres en la década posterior, sino de una comedia muy negra, casi cáustica, que juega con el género de manera muy alegre
El descubrimiento de una estatuilla con aire diabólico, al más estilo Pazuzu, no sólo desentierra a un demonio menor en una apacible población costera, sino que desempolva algunos de sus más oscuros secretos. Forqué juega con la narrativa, algo inusual para la época, construyendo una película no lineal con numerosos saltos en el tiempo y en la narración. Es habitual el uso de la reconstrucción en torno a flashbacks. Un recurso que Forqué utiliza para demostrar que es un brioso narrador y que, de paso, permite que el espectador divida mentalmente la película en pequeñas fábulas morales al más puro estilo En los límites de la realidad. Pequeñas historias con moraleja de diferentes personajes que se van topando con el diablillo. Un gran señor local llamado Momo, un jardinero, un matrimonio moderno y un henchido pintor llamado Bernardino.
Pactar con el diablo
Los distintos extractos de los personajes le permiten a Forqué poner en solfa y sobre la mesa algunas cuestiones sociales y potenciar la condición de fábula moral de toda la película. En el primer encuentro, con El Gran Momo, la película se acoge a la conocida figura de la pata de mono que creó W.W. Jacobs en 1902 mediante un relato corto. Ya sabemos…Ten cuidado con lo que deseas porque es posible que se acabe tornando en tu contra. Por supuesto, tratándose de un gran señor con ínfulas, aspira a tener dinero, poder, influencia… Todos los deseos habituales que alguien en su posición podría pedir.
A pesar de sus limitaciones, dada su condición de diablo menor, acabará recibiéndolos en particular manera y terminando sus días como un mendigo más dentro del pueblo. Algo similar a lo que ocurre con la historia principal que recorre la película: la del pintor Bernardino, que henchido de ego y de ansias de conocimiento, se lanza a la aventura de indagar sobre la procedencia sobrenatural de la estatuilla que encierra al diablillo Ozores.
Lo más sorprendente de su incursión en el género fantástico es la absoluta coloquialización de todos sus elementos sobrenaturales. Estos son llevados a un ámbito totalmente reconocible para el espectador menos avezado. Una maniobra que aproxima a El diablo toca la flauta, mucho más de lo que parece, a sus comedias más destacadas. Las incursiones en ese infierno burocrático con el cómico Miguel Gila son un ejemplo de ello. No sólo por su total desmitificación en tono de cachondeo (¡Huele siempre a quemado!) sino por esa satírica descripción del averno como un lugar lleno de trepas y arribistas más parecido a un lugar de trabajo que a un entorno propiamente dantesco.
Vista hoy en día, El diablo toca la flauta, no sólo sorprende por lo jovencísimo e inesperado de algunos de los miembros de su casting – por la película desfilan prácticamente irreconocibles José Luis López Vázquez, el mencionado Miguel Gila o Antonio Ozores – sino por su modernísima dislocación de la narrativa convencional y su desenfadado tratamiento del cine fantástico. Un diablillo de segunda, de poca monta, que sin embargo se erigió como protagonista de una película muy grande. Un tesoro a descubrir de uno de los grandes directores de nuestro cine.