José Luis Manzano: el rostro sincero del cine quinqui
El cine social español de los 80 no se podría entender sin Eloy de la Iglesia y el ídolo de toda una generación quinqui: José Luis Manzano
Una noche de 1978, en las puertas de los Billares Victoria, cambió la vida de un joven de Vallecas para siempre. Él, aún menor de edad, no acudía a ese local del centro para emular con su juego al Paul Newman de ‘El buscavidas’, sino para sobrevivir ofreciéndose a hombres sedientos de carne. Otro tipo de buscavidas, como muchos de los chicos jóvenes de su barrio.
Vallecas, al igual que buena parte de las áreas periféricas de Madrid, era un mundo completamente distinto al del centro, desatendido por las instituciones y en un atropellado proceso de ‘dignificación’. Y las mejoras que se daban surgían, en gran medida, gracias al activismo vecinal, ese que vivía en casas insalubres, pisaba calles sin asfaltar y veía cómo sus hijos se estampaban contra el mundo laboral en una España que comenzaba a experimentar la problemática del paro juvenil. Con este panorama, los chavales de los arrabales tenían como salida más fácil la delincuencia o la prostitución, todo ello con la droga —que añadió un plus de peligrosidad con la llegada de la heroína en 1979— de por medio.
Una relación magnética
A grosso modo, ese era el contexto en el que se movía aquel chico llamado José Luis Manzano (Madrid, 1962) cuando se encontró con el ya consolidado cineasta Eloy de la Iglesia (Zarauz, 1944) en los Victoria. Lo que parecía ser un encuentro esporádico se convirtió en una fascinación mutua donde ambos ganaban: el joven tendría un buen hogar —a partir de ese momento vivirían juntos— y una alfabetización. Y el director, con buen tino, había visto en él a su actor ideal para representar a la juventud marginal del momento, pero de forma mucho más visceral que en Los placeres ocultos (1977), una de sus anteriores películas.
Pelo rizado, una atractiva presencia física y una mirada que mutaba entre lo salvaje y lo inocente. Esas eran las características que acompañaban al chico que vivía entre el lumpen madrileño. Ya solo quedaba darle un mínimo aspecto profesional; mínimo porque De la Iglesia quería que todo fuese lo más natural posible.
Y todo eso llegaría poco tiempo después: el cineasta y su inseparable guionista Gonzalo Goicoechea ya estaban trabajando en Navajeros (1980), sobre la vida del delincuente juvenil ‘El Jaro’.
El mejor Jaro posible
—¿Qué pasa, que tu no estás en la vida o qué?
—Yo estoy donde me han dejao´
Una respuesta muy simple pero que da buenas señas sobre la situación de los jóvenes de extrarradio por aquel entonces. Esta es una de las primeras frases de la carrera cinematográfica de José Luis Manzano, hablando en boca de ‘El Jaro’ y, por extensión, de todos sus iguales.
Violenta y con pocos escrúpulos, esta primera incursión de Eloy de la Iglesia en el cine quinqui fue todo un éxito en taquilla con buenas dosis de acción, sexo y drogas. Y además, con esa voluntad de despertar conciencias —ya demostrada en El diputado o El sacerdote— sus creadores señalaron varias problemáticas que hacían ver que la delincuencia era un efecto colateral de la crisis del país en varios órdenes. Junto a Manzano, nombres como Enrique San Francisco o José Luis Fernández “El Pirri” serían los segundos espadas tanto en Navajeros como en varios de los títulos quinquis que vinieron después.
Pero en la película no solo se muestra el prisma de los jóvenes delincuentes, sino que también se hacía un retrato bastante fiel del otro lado: un colectivo policial (encarnado por el actor José Manuel Cervino) ineficaz que, mediante la violencia, trataba de equilibrar su falta de medios. Y de forma equidistante se encuentra un personaje secundario pero fundamental en el marco ideológico de la película: el periodista a quien da vida José Sacristán, el único con una voluntad real de entender el trasfondo del asunto.
En la periferia con Manzano y los hermanos Flores
Aunque en 1981 Manzano tuvo una breve aparición en Barcelona sur (Jordi Cadena), un film muy cercano al neo-noir, su segunda gran película fue Colegas (1982), también con Eloy de la Iglesia. Manteniendo ese espíritu quinqui, Colegas se convirtió en la obra más entrañable de este subgénero: una historia de amistad pura entre Manzano y sus dos compañeros protagonistas: los hermanos Antonio y Rosario Flores.
Es imposible no encariñarse con ese trío de clase media-baja —Antonio y Rosario también son hermanos en la película, y Manzano el novio de esta— encuadrado en un tema muy tabú entonces: el aborto. Rosario tiene un embarazo no deseado y para abortar, algo ilegal en los 80, sus colegas tienen que iniciarse en los actos delictivos para pagarlo. Intentan un robo, pero su inocencia no se lo permite; se intentan prostituir con el mismo éxito y, finalmente, se bajan al moro “ayudados” por el personaje de Quique San Francisco, que actúa como capo de la delincuencia juvenil. También participa “El Pirri” como hermano menor, pero mucho más espabilado, de José Luis Manzano.
Una vuelta de tuerca con la saga El pico
De Madrid al País Vasco. De la Iglesia, empecinado por cubrir todas las problemáticas del momento, trasladó a su actor fetiche para protagonizar El pico (1983), la que probablemente es su obra más redonda. En ella vuelve a alejar a José Luis Manzano de la delincuencia más salvaje para meterlo en la piel de un chico de clase media, hijo de guardia civil, que entabla una amistad destructiva con el hijo de un político abertzale en la que ambos caen en el mundo de la heroína.
Bastante más alejada de “lo quinqui”, El pico es un brutal melodrama en el que intervienen las drogas y la particular realidad política y social vasca. Tan bien funcionó la película en salas que habría una continuación con El pico 2 (1984), ya ambientada en Madrid y con la cárcel de Carabanchel como principal escenario.
La estanquera de Vallecas y el fin de una carrera
El rutilante éxito de El pico llevó a José Luis Manzano a gozar de un papel secundario en la serie televisiva Los pazos de Ulloa (1984). Dirigida por Gonzalo Suárez y basada en las novelas de Emilia Pardo Bazán, Manzano se enfundó en un papel que se alejaba en época y registro a todo lo realizado anteriormente. No lo sabíamos, pero la vida actoral de José Luis Manzano estaba a punto de escribir su epílogo: tan solo quedaba La estanquera de Vallecas (1987).
Emma Penella, Maribel Verdú, José Luis Gómez y José Luis Manzano. Cuatro actorazos (porque Manzano ya lo era) en una entretenidísima comedia negra desarrollada, en su mayor parte, dentro del estanco en el que trabajan los dos personajes femeninos. Los varones son unos asaltantes de poca monta que se complican en el atraco y se ven obligados a encerrarse con sus rehenes en el establecimiento. Y fuera de él, todo el barrio de Vallecas en alerta, soltando píldoras acerca de lo que se vivía en las calles e ignoraban los políticos y altos cargos.
El olvido
A partir de ahí, los nombres de Eloy de la Iglesia y José Luis Manzano se difuminan casi por completo del cine español. El primero no volvería a rodar hasta el siglo XX, y el segundo correría aún peor suerte entre centros de desintoxicación y la cárcel. La causa, cómo no, tenía que ver con esa heroína que habían reflejado en la gran pantalla durante casi una década. La relación entre ambos, ya en un importante estado de adicción, se rompió a partir de esta última película.
En un primer momento, Manzano tuvo como ángel de la guarda al párroco de Getafe Pedro Gil, quien lo ayudó a desintoxicarse. Después la recaída, una condena por robo en 1991 —no del todo esclarecida — y entrada al penal madrileño de Yeserías, donde concedió una entrevista a Interviú en la que afirmaba que “quería seguir trabajando en cine y televisión”. Nunca ocurrió: semanas después de salir de la cárcel, el 20 de febrero de 1992, José Luis Manzano fue hallado muerto en un piso cercano a Atocha. Era el piso de Eloy de la Iglesia, con quien esperaba encontrarse al menos una última vez.