Eloy de la Iglesia: probar los límites de la nueva libertad
Antes de meterse de lleno en la temática quinqui y exponer, a modo de realismo de extrarradio, los problemas de la juventud española de clase baja, el realizador vasco Eloy de la Iglesia (Zarauz, 1944- Madrid, 2006) se atrevió con películas que cavaban en lo más hondo de la mentalidad española de su tiempo. Fueron unos años inciertos, los de la recién inaugurada democracia. La mayoría de creadores todavía eran reacios a desnudarse políticamente a través de su cine. Sí que proliferó el desnudo integral del destape, más explícito visualmente pero menos dado a cuestionar al poder o, lo más importante, invitar al espectador a una reflexión acerca de su papel en la sociedad de entonces.
Eloy fue uno de esos pocos, quizá el más radical de su época, que ligaron sin complejos su ideario político de izquierdas con su propuesta cinematográfica. Declarado abiertamente comunista y homosexual, aprovechó el primer resquicio de libertad para ser portavoz de varias batallas que, ni mucho menos, parecían estar ganadas, como la marginación de la clase obrera o la estigmatización del colectivo homosexual. Él, que ya había tenido problemas con la censura en sus primeras películas -principalmente en La semana del asesino (1972)-, desplegó su mensaje más subversivo y de ahí surgieron obras como El diputado (1978) -sobre el complejo de un político de izquierdas y su condición de homosexual- o los dos estrenos de FlixOlé: Los placeres ocultos (1977) y El sacerdote (1978).
Y precisamente sobre placeres versan ambas películas. Placeres reprimidos, subyugados, en una sociedad española que aún estaba impregnada de la mentalidad reaccionaria y caduca del franquismo. Con esa mirada de narrador sucio -entendiéndose bien el término- y de trazo grueso tan característica de su cine, Eloy de la Iglesia consiguió sus principales propósitos: provocar, escandalizar a ciertos sectores y, sobre todo, presentar sus convicciones políticas al pueblo. A su producto añadió una buena dosis de explicitud sexual, muy demandada en aquellos días, para convertir auténticos proyectiles de conciencia en éxitos comerciales de su tiempo. El sacerdote y Los placeres ocultos, en definitiva, son pequeñas joyas que han quedado ocultas al rutilante éxito de El pico (1983), Navajeros (1980) o La estanquera de Vallecas (1986). A pesar de ello, son imprescindibles para entender el universo cinematográfico, e incluso personal, de Eloy De la Iglesia.
Descontrol y purga religiosa
España, año 1966. Un cartel publicitario frente a una modesta iglesia, en Madrid, reza “Franco, Sí”. Se está votando la aprobación de una nueva “constitución” de Estado, que, a grandes rasgos, ratifica el régimen de Franco. El resultado será abrumador: casi un 96% de los votantes dirán sí al dictador, confirmando la parafernalia democrática organizada. Mientras tanto, en esa misma iglesia, el padre Miguel se prepara para la misa. Miguel es el protagonista de El sacerdote, tiene 36 años y, desde hace un tiempo, un apetito sexual que controla de forma casi lesiva. Una disputa interna entre satisfacer la carne o la fe.
Bajo esta premisa, Eloy de la Iglesia vertebró una de sus películas más arriesgadas, sobre todo teniendo en cuenta el año del estreno. Debió ser impactante para el espectador de 1977 ver en pantalla cómo un sacerdote subvierte los valores eclesiásticos y se entrega, previo paso por el infierno moral que eso supone, a sus impulsos más primarios. Este debate de carácter sexual entronca con el político; el director incide en la hipocresía de ciertos sectores de la iglesia, y lo hace a través de sus personajes.

Porque los protagonistas de El sacerdote, además de funcionar como el clásico vehículo sobre el que se desarrolla la cinta, son en sí mismos un distinto perfil político de cada corriente de opinión en su época. De esta forma, el padre Miguel (interpretado por Simón Andreu), es un acomplejado por su virginidad y un cínico por defender a ultranza una causa en la que ya no cree. En su ala derecha tiene al padre Luis (Emilio Gutiérrez Caba), joven como él y representante del clero más progresista. No obstante, Miguel, fruto de su brutal complejo, se identifica más con los veteranos Alfonso y Manuel. El primero de ambos es símbolo del clero que, sin ser vasallo del régimen franquista, refleja ese inmovilismo clerical y estómago agradecido del poder; el segundo es directamente un heredero del nacionalcatolicismo patrio.
Ese afán discursivo de Eloy de la Iglesia se expresa mediante palabras, pero también mediante imágenes. El cartel de apertura con el rostro de Franco, una vez finalizadas las elecciones muta en la publicidad de una chica en bikini, espejo del cambio de valores del protagonista.
Es mentira que la carne sea débil. La carne es muy fuerte: cuando ella manda, el espíritu no puede resistir. Lo que de verdad es débil es el espíritu.
Miguel (Simón Andreu) en El sacerdote
Malvivir en la homosexualidad
Un año antes se había estrenado en salas comerciales Los placeres ocultos, también con Simón Andreu como principal baza actoral. En este caso, el mallorquín daría vida a Eduardo, un poderoso y atractivo director de una sucursal bancaria. No obstante, para preservar su privilegiada posición tiene que esconder su homosexualidad; clandestinamente se desahoga con jóvenes chaperos de la noche madrileña. Es entonces cuando conoce a Miguel, un chico heterosexual de barrio y, para conquistarlo, le ofrece un empleo ficticio en una de sus empresas.
Además de ser una película sobre la débil integración del homosexual en la sociedad española de la Transición, Eloy de la Iglesia quiso dar algunas pistas del género con el que se volcaría en su cine posterior: el drama social. Porque Los placeres ocultos ya tiene algo de quinqui. Miguel es un chico de extrarradio, una barriada de casas irregulares que contrasta con el ambiente burgués en el que ha nacido Eduardo. Este dibujo del lumpen, sumado a la sordidez nocturna por la que el ejecutivo navega en busca de chaperos imberbes, compone un paisaje que evoca al cine Neorrealista de Pasolini. Definitivamente Eloy construyó una película de marginados. Por un lado, el de de clase alta por su condición de homosexual; y el gueto sin prácticamente opciones de promoción social.
Cine de barrio
Sin duda, el recalcitrante éxito del director llegó a partir de los 80 con ese descarnado retrato de los antihéroes que poblaron las periferias metropolitanas. Continuando el género ibérico que habían iniciado José Antonio de la Loma y Carlos Saura, de la Iglesia no solo se dedicó a realizar esas películas: las vivió, entró en ese mundo subterráneo como si fuera un reportero gonzo americano. Y era lo que diferenciaba sus películas quinquis de las de otros creadores. El propio Simón Andreu, en el imperdible documental Sesión salvaje (2019), apuntaba que “De la Loma observaba ese mundo desde arriba (…) no como Eloy de la Iglesia, porque él se metió dentro. Era pariente de esta gente. El primero observó lo quinqui y lo interpretó bastante bien, pero el mundo de Eloy fue mucho más real”.
A la delincuencia juvenil se sumó la droga, que llegó a espuertas más o menos desde el año de Naranjito. Problemas reales que principalmente destrozaban a los marginados. Era la sobredosis o la cárcel. Y como todo era tan cercano, tan tangible, Eloy convocó a chicos que lo vivían en primera persona, como “El Pirri” o su inseparable José Luis Manzano. Sin ser profesionales protagonizaron, y con mucha verdad en sus ojos, Navajeros, El Pico, Colegas, La estanquera de Vallecas… Quizá esa verdad, esa poca distancia respecto al personaje, les hizo caer en la heroína igual que los chicos a los que encarnaban. Los dos murieron por la heroína y Eloy, que hasta finales de los 80 no la había probado, cayó en la misma espiral destructiva.
