La irreverencia, hecha película por Juanma Bajo Ulloa
En estos días de agotamiento creativo, en los que la lluvia de ideas pasa por (mal) hacer un remake, se echa en falta el toque de rebeldía que insuflan algunos directores a la gran pantalla. La necesidad de contar lo que todos callan, o de relatar con otra lente lo que todos hablan, abre las puertas al vasto campo fílmico. Ya se encargan después las bisagras de la industria de cerrar de nuevo la salida a poco que haya corriente.
Afortunadamente, hay realizadores que se sienten cómodos aireando los pasillos del cine, aunque ello suponga pagar un peaje. Si no, que se lo pregunten a Juanma Bajo Ulloa, uno de los cineastas más contestatarios de nuestro país que vio truncada su prometedora carrera por sus películas al margen de las superproducciones.
El director vasco conoce el éxito, pero también las consecuencias de desobedecer los cánones comerciales. Su particular encuadre le ha dado alegrías y disgustos a partes iguales. Si bien ha estado a ambos lados del espectro cinematográfico, Juanma Bajo Ulloa ha conservado el estilo poco convencional que, ya con sus primeras películas de cuentos para adultos, atrajo la atención de crítica y público. Lamentablemente, el fantasma económico y la maquinaría terminaron por lastrar las conmovedoras, y a la vez inquietantes, moralejas del cineasta.
A pesar de ello, en este moderno séptimo arte donde abundan copias engalanadas con distintos efectos especiales, las películas de Juanma Bajo Ulloa continúan siendo un soplo de aire fresco.
El “joven prodigio”
Criado en la tienda fotográfica familiar, y con una capacidad espacial 99/100 (según se jacta el propio cineasta), estaba claro que la técnica no iba a ser un impedimento para que el bisoño Juanma Bajo Ulloa se lanzase al rodaje. Paralelamente, sus recuerdos y traumas infantiles pondrían el tono lúgubre al contenido. Así, con 13 años comenzó a hacer sus primeros cortos en Super-8, y a los 17 fundó su propia productora: Gasteizko Zinema.
Después de cosechar sus primeros premios con metrajes de pequeño minutado, llega el estreno de El reino de Víctor (1989). En este proyecto, el director plantea una gótica e intrigante fábula de ogros, princesas y caballeros no apta para el público infantil. Premiada con el Goya a ‘Mejor Cortometraje’, la pieza supone toda una declaración de intenciones del autor. Por aquel entonces, es bautizado por muchos como el “joven prodigio”.
En el cortometraje se pueden apreciar algunas señas de identidad del cine que inmediatamente después mostrará Juanma Bajo Ulloa en sus películas: los interesantes movimientos de cámara que acuña, así como la puesta en escena de los personajes; la agobiante, oscura y violenta atmósfera que envuelve el film; y el mensaje de amor que, de manera más o menos explícita, impregna su obra.
De “prodigio” a “promesa”
Con el cabezón en la vitrina, y el subidón que ello implica en las venas, el “joven prodigio” se embarca en la aventura de su primer largometraje: Alas de mariposa (1991). No obstante, más que aventura, se trata de un ejercicio de autopsicoanálisis que le sirve al autor para expresar con imágenes lo que con palabras no puede. Sin llegar a la autobiografía, la dura infancia de Juanma Bajo Ulloa se hace película.
Maternidad, infancia y educación comparten escena con prejuicios, complejos y conductas machistas en una cinta claustrofóbica en la que los personajes se mueven entre extremos: Ami (Laura Vaquero), una niña de nueve años con numerosas inquietudes, experimenta una relación de amor-odio con su madre (Silvia Munt). Ésta, obsesionada con darle un varón a su marido (Tito Valverde), queda de nuevo embarazada y alumbra al deseado niño. Víctima de las paranoias de la progenitora y el sentimiento de rechazo hacia la pequeña, Ami asfixia a su hermano bebé. La tragedia marcará de por vida a los integrantes de la familia, quienes serán expuestos a situaciones límite hasta alcanzar la catarsis.
Receloso de no poder contar con total libertad esta historia si optaba por los cauces de la industria, Juanma Bajo Ulloa decidió producir él mismo la película; su primera irreverencia. La segunda fue demostrar que existen fórmulas alternativas y poéticas de llegar al público al margen de los estándares comerciales. Y la apuesta no le fue mal: la cinta obtuvo la Concha de Oro en San Sebastián y tres galardones en los Premios Goya. Daba comienzo la prometedora carrera del cineasta.
El cine de silencios no está muerto
Como sabemos, la rebeldía muchas veces se queda en las palabras. Metafórica y literalmente, la filmografía del natural de Vitoria-Gasteiz huye de los diálogos hablados; una muestra más del cine a contracorriente del realizador y productor. En su caso, no es un elemento impostado, sino que obedece a la necesidad de no darle mascado el chicle al espectador y que éste pueda obtener sus propias conclusiones.
En Alas de mariposa, son las imágenes y la música lo que revuelve las entrañas del público. Este impacto visual y sonoro también se repite en la segunda película de Juanma Bajo Ulloa: La madre muerta (1993). Retomando su modelo de cuento para adultos, el cineasta firma la que para muchos es su obra maestra; no obstante, su repercusión en taquilla no fue la esperada.
Este drama oscuro gira en torno al sentimiento de culpabilidad que experimenta el asesino (Karra Elejalde) de una mujer al encontrarse años después con la hija de la víctima (Ana Álvarez), quien presenció el crimen y quedó traumatizada, perdiendo completamente la razón. La infancia y la dupla vida y muerte vuelven a hacer acto de presencia en una cinta que, aún con sus dosis de violencia, es un himno al amor.
Igualmente, el guionista (y por supuesto director) hace un guiño a su ausencia de diálogos precisamente en una conversación entre el asesino y su acompañante sobre la joven traumatizada:
Vienen curvas…
Ya con su primera película, Juanma Bajo Ulloa hipoteca su propia vivienda para sacar adelante el proyecto. En mitad de rodaje, se queda sin presupuesto; drama que se suma a otros contratiempos de la filmación. A pesar de tener todo en contra, Alas de mariposa se estrena y, después de arrasar en multitud de festivales, el cineasta se lanza a por su segunda proeza: La madre muerta.
Con su casa como aval de nuevo, el director graba la nueva película. A partir de ese momento, llegan los problemas. Su voluntad de ir por libre despierta la acritud en ciertos círculos de la industria. “Empiezan a llegarme los mensajes: ‘Te vas a enterar’, al más puro estilo mafioso. Mi producción no alimentaba la máquina, luego había que ‘eliminarme’”. Así lo confesó el realizador en el suplemento ‘Magazine’ de El Mundo allá por el año 2004.
Después de su gira internacional con La madre muerta, y de traer varios galardones bajo el brazo –entre ellos el de Mejor Director en el Festival de Montreal-, la cinta pasa desapercibida en territorio español. “Los cines de Madrid se negaron a estrenar la película”, critica Juanma Bajo Ulloa en la citada entrevista.
Las ofensas sólo envalentonan al director. Lejos de echarse para atrás, éste responde con el estreno de un título comercial. Surge así Airbag (1996), una gamberrada teledirigida a los interlocutores de la industria que arrasa en taquilla.
Frágil y los fantasmas pasados
Su embiste comercial viene acompañado de varios años de desierto cinematográfico. Durante este periodo, la irreverente mente del realizador se dedica a otros menesteres, como el teatro y la grabación de videoclips. Poco dispuesto a subirse a la ola de películas taquilleras por encargo de aquel entonces, Juanma Bajo Ulloa regresa a la gran pantalla para producir y dirigir su cuarta película: Frágil (2004).
En este caso, el cuento para adultos se desarrolla en un ambiente más colorido al que acostumbra el autor. Mezcla de libro de princesas y promesas de amor eterno enterradas por la realidad, la película , con guiños al mundo rural, tiene su final inesperado en el metraje; y en su autor, quien deberá esperar varios años para volver a rodar. El precio de la rebeldía…