La torre de los siete jorobados: la escalera de caracol entre dos mundos
El cineasta Edgar Neville rompió con las tendencias de su tiempo y cultivó un cine sainetesco capaz de casar con géneros como el fantástico, y manifestaciones artísticas como el expresionismo, siendo la ‘cult movie’ La torre de los siete jorobados un ejemplo de ello.
Redacción: Aarón Ortega
En las últimas décadas parece haberse cogido carrerilla a la hora de abastecer al séptimo arte español de la memoria cinematográfica que bien merece. Ello ha favorecido la relectura de directores cuyas obras hablan en pretérito perfecto. Entre dichos realizadores, el nombre de Edgar Neville se encuentra entre los más revisitados; ya no solo por el placer que supone desentrañar los secretos que guardan sus fotogramas, sino también por el ejercicio de reconciliación de su obra con los dejes y costumbres fílmicos y sociales de la época.
Considerado como uno de los mejores realizadores patrios, este hombre orquesta afincado en ‘la otra Generación del 27’ cultivó un cine rupturista con las tendencias de su tiempo. Mientras los excesos folclóricos y las hormonadas películas históricas copaban la gran pantalla, Neville reivindicó un producto arraigado en la tradición popular, y en las historias cotidianas sobrevenidas de dicha solera; en un humor claramente diferenciable de las comedias convencionales; y en una narrativa sincera y con no menos intenciones.
Un cine sainetesco, al fin y al cabo, que agriaba la leche de aquellos que desayunaban con la exaltación nacional, y que sirvió de inspiración para la disidencia que Berlanga, Juan Antonio Bardem y Fernando Fernán-Gómez proyectarían años más tarde…
Esa personalidad cinematográfica de Edgar Neville se puede apreciar en La torre de los siete jorobados (1944), una de las primeras películas de culto españolas y la primogénita de una trilogía costumbrista policíaca que completan Domingo de Carnaval (1945) y El crimen de la calle Bordadores (1947).
Un ingenuo, en el Madrid subterráneo
Adaptación de la novela firmada por Emilio Carrere, en La torre de los siete jorobados, Edgar Neville nos ofrece un testimonio del Madrid de finales del siglo XIX, articulado en una trama policial con tintes de terror más propios de la Universal americana de los años 30.
Así, la película presenta a Basilio Beltrán (Antonio Casal), un supersticioso e ingenuo joven que recurre al juego para costear los caprichos de una cantante de variedades (Manolita Morán), de la cual se ha quedado prendado, y de la madre de ella. En esta desdichada empresa, el protagonista se topa con el fantasma de un afamado arqueólogo, Robinsón de Mantua (Félix de Pomés).
A cambio de una ayudita en su azarosa vida, Basilio deberá resolver el asesinato, disfrazado de suicidio, del espíritu. También deberá proteger a la sobrina de éste, Inés (Isabel de Pomés), de un grave peligro. El caso llevará al inocente joven a descubrir una ciudad subterránea. La metrópolis oculta alberga a un grupo de jorobados, liderados por un corcovado con poderes hipnóticos, el doctor Sabatino (Guillermo Marín), se dedican a la falsificación de moneda.
Arte foráneo en un Madrid de chulapos
Si hay algo que caracteriza a la citada triada costumbrista es la combinación de elementos castizos y populares con una trama criminal. Sin embargo, el glosario de géneros desplegado por Edgar Neville es todavía mayor en La torre de los siete jorobados. En el mismo tienen cabida lo fantástico, el drama, la comedia e, incluso, el terror. Un tótum ‘no’ revolútum que comparte escena con otra mezcla no menos curiosa: el sainete matritense y el expresionismo alemán, movimiento vanguardista con iconos culturales tan representativos como El Grito de Edvard Munch.
Dentro de un Madrid que late con vida propia, el cineasta sitúa al espectador en una chulapa ciudad que reúne a sus gentes en salas de variedades y casinos para sociabilizar. Es en esos primeros compases de La Torre de los siete jorobados donde Edgar Neville va descargando con pinceladas esperpénticas el relato costumbrista.
El sainete coge forma en el ingenuo Basilio Beltrán a través de dos escenas iniciales. Una primera en el teatro de espectáculos, donde el protagonista pregunta a una camarera si con 5 pesetas pueden comer tres personas; a lo que la empleada responde: “Eso no depende de las 5 pesetas, sino del apetito”. Obsesionado con aparentar tener un caudal mayor, en la escena siguiente Basilio se juega lo poco que tiene a la ruleta. En otro claro ejemplo sainetesco, vemos al personaje frotando su amuleto en la espalda de un jorobado, confiando en que le traiga suerte.
La escalera que conduce al alma humana
El relato adquiere mayor verosimilitud con el paseo de la cámara por las mestizas calles y plazas de la capital. Sin embargo, a medida que avanza el metraje, el ambiente se va enrareciendo. Aun con ciertos guiños cómicos, como la aparición por error del fantasma de Napoleón Bonaparte en la habitación del protagonista, la narración de las clases populares se va diluyendo hacia una temática más oscura y sórdida. El expresionismo alemán va haciendo acto de presencia.
El personaje de Basilio Beltrán se adentra en un juego de luces y sombras con cada pista que va descifrando. Mientras, el Madrid real de la Plaza de la Paja o la calle de la Morería va dando paso a un universo fantástico, afincado en el subsuelo de la ciudad. Una escalera de caracol conecta ambos mundos en una espiral de cuarenta metros. La misma conduce al, ahora más envalentonado, personaje principal a los infiernos.
El espectador se topa entonces con una atmósfera onírica y se pierde entre las galerías que componen una estructura dotada de identidad historiográfica: una urbe construida por los judíos que huyeron de la Inquisición. La metrópolis subterránea se erige así en torno a unos decorados de inspiración expresionista, y algún que otro toque gótico, que insuflan misticismo y tenebrosidad a la cinta.
Mediante un despliegue arquitectónico insólito para una producción española de la época, en La torre de los siete jorobados, Edgar Neville escudriña en la oscuridad del alma humana al tiempo que entretiene al espectador con golpes folclóricos. ¿El resultado? Una rara avis dentro del panorama fílmico nacional. Una obra digna de ser revisitada una y otra vez, y que convirtió al director en pionero del fantaterror español.