José Sacristán: símbolo de la Transición
Escrito por Aarón Ortega
Fue en el teatro Lope de Vega de Chinchón donde un inocente José Sacristán tuvo una aparición. La manifestación no tomó la forma de la patrona del municipio madrileño, la Virgen del Rosario, ni tampoco de la Misericordia. En ausencia de estas divinidades, la visión llegó por medio de otras imágenes: las de Tyrone Power, John Ford y Errol Flyn. Sus aventuras proyectadas en el cine improvisado del templo cultural impactaron sobremanera a Sacristán, a quien se le iluminó el camino hacia la interpretación.
Las epopeyas de estos referentes hollywoodienses tuvieron su eco en el actor, llamado a ser el héroe del español medio en la gran pantalla. Un rol que comenzó con las primeras representaciones cómicas del José Sacristán estudiante, médico, gerente y vendedor de globos; y que fue ratificado con su conversión en el rostro cinematográfico de la Transición. Cuando el país despertaba del letargo gris y daba sus primeros pasos hacia la ansiada y necesaria democracia, ahí estaba su característica nariz en primer plano.
Al alimón de los nuevos acontecimientos, Sacristán experimentó también su particular proceso de transición a través de la denominada Tercera Vía, corriente cinematográfica promovida por el productor y guionista José Luis Dibildos. Ésta permitió al intérprete pasar de las astracanadas del landismo y del ozorismo a proyectos de mayor calado. Al fin y al cabo, el movimiento venía a ser un término medio entre las exitosas comedias absurdas y las películas de autor que había dejado el ya entonces extinto Nuevo Cine Español; una suerte de largometrajes capaces de atraer al público y que a su vez tuviesen cierto espíritu crítico.
En este contexto, la figura de Sacristán haría las veces del Alfredo Mayo de los años 70, representando a un personaje “ni muy guapo ni muy feo, ni muy alto ni muy bajo, ni muy listo ni muy tonto, ni muy progre ni muy reaccionario…”, en palabras del propio actor.
La frustración de tener una asignatura pendiente
La propuesta que traía consigo la Tercera Vía obtuvo un considerable éxito, pero no logró perpetuarlo en el tiempo. Sí que sirvió de inspiración para otros proyectos fílmicos que tenían la necesidad de contar la realidad desde el entretenimiento. En estos trabajos, la cara de José Sacristán se haría igual de reconocible para el espectador, como queda demostrado en el debut del José Luis Garci director.
El cineasta, que había trabajado como guionista en la productora de Dibildos, y se había impregnado de los postulados de la corriente promovida por éste, realizó uno de los títulos imprescindibles de la Transición: Asignatura pendiente (1978). Con el ciudadano de a pie como elenco y el entorno como plató, Garci firmó una crónica de sucesos de la España de la época al tiempo que rindió tributo a toda una generación que creció en dictadura, y la padeció.
Sobre José Sacristán recayó la responsabilidad de ponerse delante de cámara y trasladar todas esas ilusiones y deseos truncados por el franquismo. Lo hizo vistiendo el traje de abogado laboralista, uno de esos letrados defensores de causas perdidas para el régimen de turno. Después de reencontrarse con su amor de juventud (Fiorella Faltoyano), ambos retoman la relación e intentan superar las represiones a las que fueron sometidos; entre ellas, la sexual.
Sin embargo, ello será siempre una asignatura pendiente, como proclama el propio protagonista en la cinta: «Nos han robado tantas cosas: las veces que tú y yo debimos hacer el amor y no lo hicimos, los libros que debimos leer, las cosas que debimos pensar… Qué sé yo. Pues eso. Todo eso es lo que no les puedo perdonar».
El mensaje esperanzador de Solos en la madrugada
Nostalgia y frustración fueron sentimientos con los que José Sacristán llegó al corazón del público en Asignatura pendiente. El trabajo vino a reafirmar las dotes dramáticas del actor y su papel de hilo conductor, en el cine, de los cambios que se vivían en la calle; y también en los despachos. En la continuación (no secuela) de la primera película de Garci, Solos en la madrugada (1978), el actor puso la voz en off de la Transición ejerciendo de locutor de radio en un programa destinado a las almas en pena que, como en el caso del protagonista, caían en la autocompasión y la melancolía.
Con un arco próximo al de Asignatura pendiente, Sacristán viene a representar a una “generación de tristes” que, conocedores de dicha condición, estallan contra quienes se lo recuerdan. Sin embargo, a diferencia de la película anterior, el protagonista de Solos en la madrugada lanza un mensaje esperanzador en un solemne acto final:
«No soy político, ni sociólogo, pero creo que lo que deberíamos hacer es darnos la libertad los unos a los otros. Aunque sea una libertad condicional. Pero el caso es empezar. Yo creo que sí podemos hacerlo, yo creo que sí. Pues vamos. No debe preocuparnos si cuesta al principio, porque lo importante es que al final habremos recuperado la convivencia, el amor, la ilusión. De lo que no cabe duda, y todos lo sabemos, es de que tal y como vivimos estamos fracasando…».
La esfera política, desde la sordidez de El diputado
Cómodo con su rol de “correa transmisora” de los problemas del hombre español medio, y con la Transición como telón de fondo, José Sacristán se embarcó en un proyecto al que muy pocos se hubiesen atrevido: El diputado (1978). Un claro ejemplo de cine sin complejos donde Eloy de la Iglesia puso toda la carne en el asador y vino a decir que la democracia no consistía sólo en poner unas urnas.
Este transgresor y necesario manifiesto quedó plasmado en la figura de Roberto Orbea (José Sacristán), un parlamentario socialista de férreas convicciones progresistas en la esfera pública, pero a la que oculta su homosexualidad. El crudo argumento, aderezado con delincuencia, drogas y escenas de sexo, no echó para atrás al actor. Más bien todo lo contrario: “En estas película ya no solo hay la ilusión de trabajar, de ser peliculero, sino también una forma de compromiso conmigo mismo como ciudadano”. Ello no fue óbice para que director y actor se sentasen y acordasen cómo debían aproximarse al personaje.
Esa responsabilidad con el ciudadano de a pie es quizá lo que ha convertido a José Sacristán en el Tyrone Power y Errol Flyn de nuestro país: en el héroe del español medio, en el símbolo de la Transición.