
Nueve películas para celebrar el Día del Libro
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Roberto Morato
Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda. Inmortales palabras del final de El hombre que mató a Liberty Valance que bien se podrían poner en boca de su propio director, John Ford. La convivencia entre cine y ficción siempre ha sido una línea compleja de tratar. Algo que se acentúa en Perros Callejeros. Una trilogía donde la vida real y la ficticia se han entrecruzado hasta el punto de no saber dónde acababa una y empezaba la otra.
¿Qué ayudó a perpetuar la cultura del quinqui? ¿Las películas o las figuras reales que inspiraron a dichas culturales? La influencia de las películas de José Antonio de la Loma fue clave a la hora de dar forma a todo un subgénero propio que inspiró imitaciones, canciones, revivals y un estilo de vida que fue imitado durante décadas. A su vez, el cineasta pretendió reflejar una realidad arraigada en la Barcelona de la época donde la delincuencia había saltado de los periódicos a trastocar la vida del ciudadano medio. Y para ello, contó con la inestimable colaboración de uno de los delincuentes más reconocibles y mediáticos. Contactó con distintos estamentos policiales para empaparse del ambiente. Es entonces cuando aparece el nombre de “El Vaquilla”.
Juan José Moreno Cuenca, conocido para la posteridad como “El Vaquilla”. Hijo de la Ciudad Condal de los años 60, producto de una familia desarraigada, de etnia gitana, cuyos integrantes se vieron obligados a mudarse al famoso Campo de la Bota. Un núcleo de delincuencia y marginalidad que dio origen a una incipiente generación de nuevos bandoleros. Jóvenes que crecen en una situación de desamparo institucional y sin ningún porvenir social por delante. La reforma impulsada desde el Gobierno central para acabar con el chabolismo lleva a muchas familias a trasladarse a barriadas alejadas de los núcleos urbanos. Contaba el propio Cuenca que, con apenas 13 años, ya cometió su primera incursión en la vida delictiva.
En 1975 ya sería un habitual en los periódicos comarcales. Es entonces cuando de la Loma se cruza en su camino. Atraído por el carisma y liderazgo natural de Juan José, el director se plantea llevar a la gran pantalla la historia de su vida, o algo ampliamente derivado de sus correrías con la justicia. Ambos trazan una amistad personal que lleva al joven a pasar largas temporadas en casa de su nuevo padrino. A pesar de la influencia positiva de su compañía, el carácter indomable del joven vuelve a causarle problemas policiales y, durante el proceso de preproducción de Perros Callejeros, se le declara en busca y captura. De la Loma necesita una alternativa.
Dentro de la pandilla de “El Vaquilla” solía concurrir un joven llamado Ángel Fernández Franco. Al contrario que Moreno Cuenca, no procedía de una familia desestructurada sino que era hijo de una pareja emigrante andaluza que había desembarcado en el famoso Campo de la Bota. La suya era una situación de abandono por parte del sistema que acabó llevándolo a la delincuencia como único futuro plausible. ¿Su nombre de guerra en el barrio? “El Trompetilla”, procedente de su abuelo que fue corneta en el ejército.
Aunque nunca cometió un delito de sangre, con apenas 12 años ya recibió su primer disparo debido a sus escaramuzas con la policía. José Antonio de la Loma ve algo en él que le viene perfecto para su proyecto de película. Tiene autenticidad, ese carácter de barrio pero a diferencia de otros compañeros, sabe leer y es lo suficientemente maleable para servir a los intereses de la producción. A pesar de ello, la relación entre cineasta y actor no fue sencilla. Mucho se ha escrito sobre la utilización por parte del realizador de estos chavales no profesionales anclados en el lumpen para su beneficio personal. Aunque de la Loma siempre ha manifestado que el fin último era sacar de las situaciones de pobreza extrema a los implicados y que siempre tuvo cierta protección paternal con ellos, declaraciones en años posteriores de los susodichos también apuntaban al sentimiento de sentirse explotados.
Esta particular polémica tuvo su reflejo en el propio momento del rodaje. Los vecinos de Campo de la Bota celebraron asambleas y finalmente se negaron a que la película se rodase en esas localizaciones ante el temor de la posible imagen negativa del vecindario que podría conllevar. Las películas siempre jugaron a difuminar esa línea entre lo que es el mito cinematográfico y la vida real de los protagonistas detrás de la pantalla. De ahí que mucha gente desconozca que en realidad El Torete nunca existió. Sus vivencias en 35mm son fruto de una amalgama de anécdotas de las vidas de muchos jóvenes que de otra manera habrían sido anónimas.
A raíz del éxito del estreno de Perros callejeros realidad y ficción volverían a danzar peligrosamente para sus principales protagonistas. Convertida en un fenómeno de culto, la película fue la segunda más taquillera de su año solo por detrás de Superman. A todos los efectos de la sociedad de la época, Ángel Fernández Franco era “El Torete”, el personaje de ficción construido para emular la realidad de su compañero, “El Vaquilla”. El carisma natural de su persona y la naturaleza de anti héroe pícaro le convirtieron en un héroe para el pueblo.
Una fama tan súbita como precipitada que no sentó nada bien a su vida privada. Sus continuos vaivenes con la justicia le hacen ingresar una y otra vez en prisión. De la Loma se asegura en una controvertida cláusula en el contrato de su protagonista menguar los emolumentos de éste si vuelve a reincidir penalmente; como así sería. El propio actor comentaba que, ingresado en la cárcel de Murcia, los chavales de un instituto cercano se le acercaban a pedir autógrafos.
Para un chico que venía de extractos eminentemente humildes, la fama no fue nada sencilla. A eso se unieron la muerte de varios familiares cercanos debido al consumo de drogas. Un problema enunciado en las propias películas como metáfora de la realidad que eran, y del que Fernández Franco no fue capaz tampoco de escapar. Durante el resto de su vida trató de evitar la comparación con el personaje de ficción que había encarnado y que le había convertido en una celebridad. Camarero, transportista e incluso futbolista en Melilla durante su época de cumplir con el servicio militar… La imagen y poder de “El Torete” era demasiado poderosa y había devorado por completo a la persona real. Nunca pudo rehacer su vida: los continuos problemas con la justicia le impidieron viajar a Estados Unidos para rodar una película. Un diagnóstico temprano de SIDA le acompañaría hasta sus últimos días. Falleció un 26 de febrero, en la localidad murciana de Monteagudo, con apenas 31 años.
Como padrino espiritual del cine quinqui, De la Loma aprovechó la ola del éxito de la película original para estar cabalgando sobre ella durante una década. A su trilogía de Perros Callejeros se le unió una versión femenina (Perras callejeras), y su ansiada reunión con “El Vaquilla”. En 1985, dirige Yo, el Vaquilla, un biopic disfrazado de los todos tópicos del cine quinqui creados anteriormente y que contaba con introducción del propio Juan José Moreno Cuenca. Nuevamente la simbiosis entre la historia cinematográfica y la real. Como los grandes bandoleros, el cine quinqui y sus protagonistas brillaron con intensidad, si bien su luz se extinguió con la misma rapidez y fuerza. Su legado, el desprecio a las normas establecidas y al orden, se ha reivindicado desde hace décadas; hasta el punto de influir en generaciones posteriores y crear una amalgama de derivados culturales más allá de lo cinematográfico. Una vida que también ha servido para reclamar a sus héroes reales, muchas veces sacrificados en pos a los fuegos de la ficción.
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